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miércoles, 5 de septiembre de 2012

GEORGIA 2012. DÍA 8. GORI-TBILISI. 230 KMS

 DÍA 8. GORI-TBILISI. 230 KMS

Salió todo al revés. Quería seguir un rumbo siempre hacia el oeste pero terminé yendo hacia el este, acabando en la capital, Tblisi. Le tengo aversión a las grandes urbes y nada más lejos de mis planes que meterme con la moto en una ciudad de 1,5 millones de habitantes, pero así fue.



Me las prometía muy felices, ya que disponía de un track medianamente fiable para cruzar la cordillera que separa Gori de Tsalka. Con suerte, ese día llegaría a Bakuriani o Borjomi...

Sin tiempo para visitar el museo de Stalin, salí de Gori por la avenida que lleva el nombre del dictador




y nada más cruzar el puente sobre el Mtkvari surgió el primer problema: la carretera hacia Khidistavi era de dirección única, prohibida para mí, y no había manera lógica de incorporararse. Suerte que el primer paisano al que pregunté se ofreció a guiarme con su coche por un laberinto de callejas hasta dar con el acceso correcto. Fue todo asfalto hasta Ormotsi, donde empezaba lo bueno, decenas de kilómetros a través de profundos bosques subiendo y bajando por caminos con inumerables variantes.




Si esto sucedía en un claro del bosque, generalmente una de las alternativas estaba bloqueada por un charco gigante, otra estaba repleta de barro, y finalmente una tercera circunvalaba con éxito todas esas humedades. Si la ruta iba por la ladera de la montaña no había más opción que seguir un surco bien hondo durante largo rato y apechugar con el barro, el agua o los troncos que fueran surgiendo.




En algunos casos las alternativas habían surgido para salvar rampas de mucho desnivel, muy desgastadas por los camiones y la erosión natural. Menos mal, porque bajé por algunos sitios muy comprometidos, y esas alternativas me permitieron, no sin problemas, volver sobre mis pasos cuando me hizo falta. Para entender la dificultad de las zonas, baste decir que me crucé con un camión que llevaba las cadenas puestas.

La cosa no pintaba bien. Los caminos estaban muy deshechos, los pueblos que aparecían en el mapa sencillamente no existían o eran a lo sumo una casa y un corral deshabitados, las distancias se prolongaban, la desolación lo dominaba todo, y los pocos vestigios de civilización tampoco eran muy alegres que digamos:




El ataque serio a la cordillera no llegó a producirse. Antes había que cruzar este río:




y cuando llegó el momento de vadearlo, surgieron las dudas. Pateé el lecho del río con detenimiento buscando el lugar más propicio para pasar al otro lado, pero no lo vi claro. El temor a naufragar en lugar desolado pudo más que las ganas de saber qué me esperaba más adelante y di la vuelta. Entonces fue cuando me arrepentí de haber bajado por según qué cuestas, pero con esfuerzo y mucha concentración salí adelante.

Regresé a Khidistavi y, mapa en mano, improvisé otra ruta para cruzar la sierra de Trialeti hacia el sur. Desde Kavtiskhevi parecía posible llegar hasta Manglisi siguiendo una "carretera" de color amarillo. No recordaba haber visto ninguna carretera por allí en las imágenes de satélite que había repasado inumerables veces mientras planeba el viaje, pero en el mapa se veía muy claro, hasta tenían numeración oficial.

La ruta hasta Kavtiskhevi era totalmente llana, atravesando pueblitos y aldeas desperdigados a lo largo de carreteras y caminos de toda índole. En una gasolinera desvencijada reposté gasolina de bidón, la única vez en todo el viaje. Tampoco puse mucha, sólo la justa para garantizarme la autonomía necesaria para llegar hasta Manglisi.

Pasé Tsinarekhi y puse rumbo por segunda vez aquel día hacia la cordillera,




previa parada en la iglesia de Maghalaant,




espléndida por fuera,




tétrica por dentro.




Este coche me hizo pensar que la carretera realmente llevaba a alguna parte. Qué ingenuo.




En realidad conducía hasta el pequeño monasterio de Kvatakhevi, pero nada más. El camino se transformó en senda y aún tuve arrestos de internarme por el tupido bosque en busca de un camino cercano que aparecía en el gps, pero fue en vano.



 
Podía haber acudido al monasterio para que los monjes me orientaran, pero ni lo intenté. Si aquel valle tenía escapatoria era la que yo había intentado, y en moto no podía llegarse más lejos de lo que yo lo había hecho. Asumí que aquel día estaba ya perdido, y que si no quería repetir trayecto, me veía empujado a llegar a Tbilisi para bordear la cordillera por el este. Reculé, y cuando sólo llevaba recorridos unos 4 kilómetros desde el monasterio, caí en la tentación de explorar una pista que salía por mi izquierda. Total, la capital era fácilmente accesible por carretera, podía emplear las pocas horas de luz que quedaban en probar suerte por allí.

La pista era muy estrecha y enseguida empezó a ascender. El primer trecho parecía estar en uso, luego el camino empezó a empeorar y parecía morir en una casucha. Eché pie a tierra para replantearme por dónde seguir y fue entonces cuando vi a un par de leñadores descansando en una colina un poco más abajo. Intenté comunicarme por señas y a gritos con ellos para dilucidar si estaba siguiendo el camino principal pero no hubo manera. Di la vuelta y conseguí llegar hasta su posición. Allí saqué el mapa y les pedí consejo para llegar hasta Botisi, la población a donde debía conducirme la "carretera" según mi mapa. El leñador que estaba menos alcoholizado de los dos me dijo algo así como que había tenido suerte de conocerle, pues si alguien conocía bien aquel territorio, ese era él.

El territorio, por cierto, era un continuum de montañas y bosques por donde era imposible intuir la presencia de camino alguno.




El hombre me explicó la ruta correcta con profusión de detalles, la mayor parte de los cuales, evidentemente, no entendí. Volví a internarme en el bosque por los típicos caminos que ya conocía,




generalmente a la sombra, embarrados, y al límite de la desaparición por falta de uso. Enseguida desaparecieron las marcas de neumáticos, en su lugar me pareció ver alguna huella de oso bien marcada en el barro. Cuando el camino ya no podía estar más borrado, me encontré con una pequeña empalizada que me cortaba la marcha. Justo delante, un caballo y su jinete, quien estaba dando los últimos toques a los troncos de la barrera. El hombre se quedó un tanto perplejo al verme allí con la moto. Me explicó que Botisi estaba cerca, pero que después lo iba a tener crudo.

"Daroga niet!", (¡Carretera no!).

Saber algo más de ruso me habría servido de mucho en aquella situación, aunque los gestos y la expresión de la cara de mi interlocutor bastaron para comprender que posiblemente no tenía muchas posibilidades de llegar a mi objetivo. Con poca convicción pasé al otro lado de la cerca y seguí hasta vislumbrar una casa y un camión abajo en el valle.




Si había un camión, debía haber salida. Lo extraño era que el único camino en uso era el que conducía hasta mi posición, el resto parecían haber desaparecido bajo la vegetación. La bajada fue vertiginosa, pues la pista era tan empinada que estaba completamente abarrancada. Descendí con cierta indecisión: quería solventar el misterio de si el valle tenía salida, pero si me veía obligado a subir por allí lo iba a pasar mal.

Al llegar abajo me recibieron un anciano, una mujer y un niño. Me explicaron que aquella casa era en realidad Botisi. El camión estaba medio desguazado, debió llegar hasta allí hacía décadas, cuando los caminos todavía estaban transitables. Seguramente la vía de comunicación que utilizaban aquellas personas era la que yo había seguido, a pie o a caballo. Me sentí tan desolado como Charlton Heston en la escena final de El Planeta de los Simios al descubrir la Estatua de la Libertad enterrada en la arena. Cuando pregunté si podía seguir hasta Mokhisi, el siguiente pueblo, el anciano, que llevaba alguna copa de más encima, se mostró optimista, pero fui incapaz de entender sus indicaciones. El niño, que sabía alguna palabra en inglés, me explicó que me iba a encontrar un camino bloqueado por la vegetación y árboles caídos y que era inútil intentarlo. O eso entendí yo.




Se confirmaba lo que había visto desde las alturas: no se distinguía camino ni a derecha ni izquierda, parecía haber llegado a un valle prácticamente incomunicado. Quedaban un par de horas de luz y no me pareció sensato insistir por aquella vía. Una vez más tocaba retroceder. Me despedí de aquella buena gente y afronté con la máxima concentración el ascenso del camino-barranco por donde unos minutos antes había bajado. Algúnos surcos y escaloncillos me obligaron a descabalgar y empujar la moto cuesta arriba, y no sin pasar algunos apuros y sudores conseguí plantarme en el camino bueno.

Tuve que desmontar la empalizada y volver a reconstruirla chapuceramente.




Más adelante me encontré al jinete que me había orientado antes, quien se mostró algo decepcionado por mi abandono. Después pasé a despedirme de los leñadores, que seguían tirados a la bartola en el mismo sitio donde los había dejado. Insistieron en que fuéramos a su casa a echar un trago (más) pero les dije que tenía prisa por llegar a Tblisi y que otra vez sería.

Ya por carretera tuve tiempo de darme un garbeo por Mtskheta para más tarde cruzarme Tblisi casi de punta a punta en busca de la única guesthouse que llevaba guardada en el gps. Por supuesto no quedaban habitaciones libres, así que saqué Laris en un cajero (también dispensaban dólares) y me busqué un hotel no muy caro en el extrarradio. En Tblisi por fin vi algunas motos modernas de gran cubicaje, aunque muy pocas, porque Georgia no es un país donde abunden los vehículos de dos ruedas. Para acabar, cené algo en el restaurante del hotel, masticando y escuchando a Modern Talking (versión '98, ojo) a un volumen parecido al de una mascletà valenciana. El concepto de resturante-discoteca les pirra.


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