DÍA 16. ASPROVALTA-KAVALA. 95 km
Si somos rigurosos con la cronología, la
decimosexta jornada comenzó pasada la medianoche en las terrazas del
paseo marítimo de Asprovalta.
Conocí
a Saki, un empresario local. Estuvimos cenando y debatiendo sobre el apocalipsis que nos espera, luego salimos por ahí e inevitablemente
la noche se nos fue de las manos. A la mañana siguiente, poco antes de
las 12, vinieron a echarme del apartamento donde me alojaba, y con las
pocas fuerzas que me quedaban, bajo un sol abrasador, llegué hasta una
playa desierta y me eché debajo de un olivo a dormir.
A
las cuatro de la tarde ya estaba más católico y reemprendí la marcha
siguiendo siempre la línea costera, casi siempre por carretera, con
alguna incursión por pista cuando más accidentado era el relieve.
El
sol abrasaba, la ropa ardía y el casco me oprimía el cráneo con saña.
Un nuevo receso playero se imponía para bajar la temperatura y
despejarme definitivamente.
Más
fresco, seguí rumbo este hacia Kavala o tal vez Keramoiti. En alguna de
esas ciudades tenía previsto tomar un barco hacia la isla de Thassos,
pero dado lo informal de la jornada, ignoraba donde embarcaría. La
consigna de momento era avanzar y disfrutar de la escarpada geografía
que puntualmente se intercalaba entre zonas playeras saturadas de
veraneantes.
Andaba
yo desprecoupado disfrutando del primer airecillo fresco de la tarde
cuando sucedió lo imprevisto. En una zona interurbana entre
urbanizaciones circulábamos en trenecito varios vehículos cuando, tras
salir de un semáforo, la cola de coches se detuvo súbitamente. Yo creo
que iba cantando Wrecking Ball de
Miley Cyrus y mirando a mi derecha por un segundo cuando me di cuenta
de la retención. Aunque tiré de frenos y me escoré a la izquierda para
esquivar el coche que me precedía, el impacto fue inevitable. ¡Toma
Wrecking Ball!
Pasé
del éxtasis al anticlímax en una fracción de segundo. El manillar y mi
mano derecha chocaron con el portón trasero del VW con tan mala suerte
que no me hice ni un rasguño, pero me rompí el radio y el cúbito. De la
cola de coches que se montó tras el incidente, enseguida apareció
Emanuel, afionado a las motos, que se encargó de buscarme párking para
la Suzuki en un chalet vecino, donde vivía Dimitra, una anciana que
inmediatamente me sacó una butaca a la calle y también bebida mientras
llegaban las asistencias.
El brazo no tenía mala pinta, solo un
bulto por encima de la muñeca, y el dolor inicial fue remitiendo. Luego
la chica policía que vino a tomarme declaración me montó una buena
comedia: se puso my nerviosa y me amenazó con no dejarme salir del país
si se me ocurría pedir daños y perjuicios a la otra parte implicada. El
poli bueno se limitó a hacerme la prueba de la alcoholemia y a darme
conversación sobre motos y la locura que implican. Posteriormente la
ambulancia me llevó al hospital de Kavala, que estaba a sólo 7 kms de
distancia, donde pasaría los siguientes tres días practicando el turismo
sanitario.
Prácticamente
fue llegar, radiografiarme, presentarme a mis compañeros de habitación,
anestesiarme y operarme esa misma noche. Sin esperas, sólo fírmame aquí
unos papeles, unos paseos en silla de ruedas, y de vuelta a la
habitación medio atontado con el brazo relleno de tornillos, grapas y
demás metales. De los bares nocturnos de Asprovalta a la mesa del
quirófano de Kavala en unas pocas horas; puedo afirmar con justificada
rotundidad que aquel fue un viernes más bien intenso.
El sábado, más sereno y hecho un fakir, tomé plena conciencia de mi situación. De los
tres enfermos que compartíamos habitación yo era el que mejor estado
presentaba, así que por comparación, debía darme por afortunado. Además,
los familiares de mis compañeros me echaron una mano sin ni siquiera
pedírselo yo siempre que venían de visita. Otro motivo de ánimo eran las
magníficas vistas al Egeo y a la isla de Thassos desde mi ventana, pero
siempre con la añoranza de pensar que dicha isla, en mis planes, la
había concebido como el ecuador del viaje y punto desde el cual
iniciaría el regreso a casa siempre mirando hacia occidente.
Si
añadimos que el hospital era de flamante construcción y que el personal
que me atendió destacaba sobremanera por su profesionalidad podríamos
pensar que no podía haberme accidentado en mejor localización, claro,
pero también había algunas pegas. Que mi compañero más enfermo delirara
sin parar a todas horas o que el 50% de la dieta del hospital
consistiera en hogazas de pan, la verdad, no me importaba mucho. Tampoco
era especialmente relevante que Maggi, mi otro colega de penurias,
controlara con mano férrea el mando del aire acondicionado para que
apenas se pusiera en marcha en una región notable por sus elevadas
temperaturas estivales. Con lo bondadosos que habían sido todos conmigo,
¿qué podía objetar yo ante estas cosillas?
El principal problema para la convivencia fue que Maggi también
detentaba el poder sobre el mando de su TV, y allí veíamos Cine de
barrio en griego, la misa en griego, el Sálvame griego, etcétera, todo
ello aderezado con música folklórica a tutiplén, a buen volumen, y puede
decirse que 24 h sin parar. El sábado se me hizo largo, pues.
El
domingo a mediodía vinieron a verme unos amigos que casualmente estaban
veraneando por la provincia y gracias a ellos salí momentáneamente de
mi aburrida condición de enfermo solitario. Por la tarde llegó el
subidón cuando mi traumatólogo me dio licencia para marcharme; buah, no
tenía ganas de pasar allí ni un día más. En el fondo, me dio pena
despedirme de mis compañeros de penurias. Ellos estaban acompañados por
su familia al menos, sí, pero en un estado de salud bastante penoso.
Pobres.
Vestido de calle y con la maleta en la mano estaba
aclarando algunos detalles con las encargadas de planta sobre el papeleo
pendiente cuando se presentó una traumatóloga despampanante con un
modelito médico fucsia rabioso:
¿Adónde
vas ahora, Ignatios? ¿Dónde vas a pasar la noche? Aunque tengas el alta,
no te vayas. Te daremos la cena y puedes quedarte a dormir también.
Ironías
del destino: seductora y exótica mujer me invita a cenar y además pone
la cama, e incomprensiblemente, yo me deshago en excusas para rechazar
su propuesta. Si no conociéramos convenientemente el contexto habría que
pensar que me había vuelto definitivamente majareta a causa del
traumatismo o la anestesia .
Me busqué un hotel en Kavala y en cuanto me instalé salí corriendo a la
calle a merendar-cenar comida y bebida de verdad. Pocas veces he
valorado más mi libertad y autonomía. Estaba dolorido y maltrecho sí,
pero con capacidad de hacer lo que me viniera en ganaaaaaaaaaaa. Me
rompo un brazo de la manera más leve posible y ya me pongo medio
histérico; si me llego a lesionar más gravemente no sé qué habría sido
de mí. Está visto que no aguanto nada.
Pasé el lunes haciendo
gestiones telefónicas para gestionar mi repatriación y la de la moto (la
noticia de que también debían repatriarme el coche se la di a la
aseguradora un par de días después, no fuera que les diese un síncope
con tanto jaleo). El martes de madrugada ya estaba camino de casa con
buen ánimo y sin apenas dolor. Desde el viernes por la tarde hasta el
martes a mediodía cuando aterrizaba en Barcelona la secuencia de eventos
había sido incesante. Inesperadamente, el accidente, la operación y la
estancia en el hospital forman parte de la aventura que había comenzado
20 días antes, pero, francamente, no me arrepiento de nada: aunque las
cosas salieron de manera muy diferente a lo previsto, la experiencia
mereció la pena en todos los sentidos. De hecho, la valoro tanto que
lejos de minar mi moral, ya estoy pensando en organizar el retorno para
continuar lo que dejé a medias.
Respecto al brazo, fueron 45 aburridos días de vendaje y escayola. Ahora
ya llevo 15 días con el brazo liberado y moviendo la mano cada vez más,
aunque falta un tiempo para recuperarme del todo.
Mientras
tanto me salió un comprador para la Husaberg y hasta me di una vuelta
con ella por el garaje antes de deshacerme de la sueca para siempre, no todo iban a ser malas noticias. FIN
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