DÍA 7. STEPANTSMINDA-GORI. 280 KMS
Aquella noche en Kazbegi cayó un estruendoso y prolongadísimo diluvio. La guesthouse de Lela y Rezo Gigauri resistió relativamente bien el envite, sólo unas sonoras goteras en el centro de mi habitación pusieron de manifiesto la torrencialidad del chubasco. De madrugada tuve que salir de la cama para cambiar la ropa de sitio antes de que se empapara totalmente, y una vez en pie, salí al patio para tapar con una bolsa de plástico el escape de la moto para evitar inundaciones indeseadas. Al amanecer, los caseros encendieron la chimenea de mi habitación a primera hora, cosa muy de agradecer en aquellas frescas y húmedas circunstancias.
La mañana salió fresca y encapotada, y mis esperanzas de ver el monte Kazbek en todo su esplendor, se fueron bien pronto al traste.
Al menos subiría hasta la iglesia de Tsminda Sameba, posiblemente, el lugar más emblemático del Cáucaso georgiano.
Me quedé descansando por las inmediaciones con la esperanza de que la niebla se levantara,
pero fue en vano, de modo que tiré una última foto
y marché hacia el segundo objetivo del día: el valle de Sno.
La carretera pronto se transformó en encharcado e inundado camino
que ascendía entre empinadas laderas igualmente repletas de torrentes y cascadas.
La ruta me llevaba hacia la aldea de Juta
donde el camino se volvió todavía más difuso y embarrado.
Parecía que las nubes se disiparían de un momento a otro en cualquier instante
y que tendría ocasión de ver los picachos que rodean el monte Chaukhi, pero no fue así. En su lugar me encontré con una barrera en el camino y a los inicialmente poco simpáticos soldados del destacamento militar que vigila la cercana frontera con Rusia. El menos amigable de todos salió rápido a por mí avisándome de que guardara la cámara inmediatamente. Otro militar menos severo me tomó los datos primero y me explicó después que los soldados rusos estaban justo al otro lado de la montaña, que se trataba de una zona sensible y que no podía pasar. Cuando estuvo seguro de que yo no consituía ninguna amenaza para la seguridad del país se mostró más afable y estuvimos charlando un buen rato. Al final me dijo que me levantaban la barrera y que podía seguir adelante, aunque decliné la invitación. Sabía que el valle no tenía salida después de unos 2 kilómetros y con la niebla permanente en las cumbres no iba a poder disfrutar del paisaje.
Me disponía a marcharme cuando un tercer soldado, casi un anciano, vino a mi encuentro. Debía ser el más veterano y también el más lenguaraz e informado del escuadrón. Me informó con precisión de las altimetrías de las cimas que nos rodeaban y me comentó también que el verano anterior dos motoristas habían fracasado al intentar cruzar al valle contiguo por el puerto de montaña X. Desgraciadamente la escasa información cartográfica de la que disponía me impidió situar correctamente dicho puerto, aunque supongo que sería el que conduce a Gudamakari. Acabamos hablando de espionaje; para él el Mosad disponía siempre de la mejor información y lo sabía absolutamente todo. Finalmente, me describió la reciente guerra con Rusia como un conflicto tan desproporcionado que le parecía increíble que un país tan pequeño como Georgia pudiera subsistir con un gigante armado como vecino.
Aquella conversación puso fin a las rutas caucásicas. El día anterior había decidido iniciar ya el retorno hacia mi base en Poti. Me estaba saturando del sabor de la cerveza local, de las exploraciones por valles sin salida y de abrir brecha en solitario por bosques y puertos de montaña por donde posiblemente nunca había transitado una motocicleta. Mis planes de viaje se habían ido cumpliendo casi en su totalidad, emoción y riesgo no habían faltado ningún día, pero si hubiese contado con el apoyo de un compañero habría podido llegar más lejos en los glaciares y en los pasos más difíciles. Comprendí que las rutas previstas más arriesgadas iban a tener siempre ese componente de frustración de "habría podido continuar si..." y que, para seguir en ese plan, ya había tenido suficiente. Podía haber empleado cuatro días más en visitar Shatili y Omalo, pero pensé que sería una repetición de lo ya visto y me faltó motivación para continuar. Creo que también me afectó pensar en el pesado viaje de retorno en coche y más concretamente en el periplo turco con sus exigentes agentes aduaneros y mastodónticos atascos. Como quiera que fuese, aquel día me propuse pernoctar por segunda vez en Gori, variando el recorrido de vuelta en la medida de lo posible para no aburrirme, tarea difícil teniendo en cuenta las limitaciones de la orografía y las fronteras.
En verde la ruta del día 6, y en magenta, las variaciones del 7.
Aquella noche en Kazbegi cayó un estruendoso y prolongadísimo diluvio. La guesthouse de Lela y Rezo Gigauri resistió relativamente bien el envite, sólo unas sonoras goteras en el centro de mi habitación pusieron de manifiesto la torrencialidad del chubasco. De madrugada tuve que salir de la cama para cambiar la ropa de sitio antes de que se empapara totalmente, y una vez en pie, salí al patio para tapar con una bolsa de plástico el escape de la moto para evitar inundaciones indeseadas. Al amanecer, los caseros encendieron la chimenea de mi habitación a primera hora, cosa muy de agradecer en aquellas frescas y húmedas circunstancias.
La mañana salió fresca y encapotada, y mis esperanzas de ver el monte Kazbek en todo su esplendor, se fueron bien pronto al traste.
Al menos subiría hasta la iglesia de Tsminda Sameba, posiblemente, el lugar más emblemático del Cáucaso georgiano.
Me quedé descansando por las inmediaciones con la esperanza de que la niebla se levantara,
pero fue en vano, de modo que tiré una última foto
y marché hacia el segundo objetivo del día: el valle de Sno.
La carretera pronto se transformó en encharcado e inundado camino
que ascendía entre empinadas laderas igualmente repletas de torrentes y cascadas.
La ruta me llevaba hacia la aldea de Juta
donde el camino se volvió todavía más difuso y embarrado.
Parecía que las nubes se disiparían de un momento a otro en cualquier instante
y que tendría ocasión de ver los picachos que rodean el monte Chaukhi, pero no fue así. En su lugar me encontré con una barrera en el camino y a los inicialmente poco simpáticos soldados del destacamento militar que vigila la cercana frontera con Rusia. El menos amigable de todos salió rápido a por mí avisándome de que guardara la cámara inmediatamente. Otro militar menos severo me tomó los datos primero y me explicó después que los soldados rusos estaban justo al otro lado de la montaña, que se trataba de una zona sensible y que no podía pasar. Cuando estuvo seguro de que yo no consituía ninguna amenaza para la seguridad del país se mostró más afable y estuvimos charlando un buen rato. Al final me dijo que me levantaban la barrera y que podía seguir adelante, aunque decliné la invitación. Sabía que el valle no tenía salida después de unos 2 kilómetros y con la niebla permanente en las cumbres no iba a poder disfrutar del paisaje.
Me disponía a marcharme cuando un tercer soldado, casi un anciano, vino a mi encuentro. Debía ser el más veterano y también el más lenguaraz e informado del escuadrón. Me informó con precisión de las altimetrías de las cimas que nos rodeaban y me comentó también que el verano anterior dos motoristas habían fracasado al intentar cruzar al valle contiguo por el puerto de montaña X. Desgraciadamente la escasa información cartográfica de la que disponía me impidió situar correctamente dicho puerto, aunque supongo que sería el que conduce a Gudamakari. Acabamos hablando de espionaje; para él el Mosad disponía siempre de la mejor información y lo sabía absolutamente todo. Finalmente, me describió la reciente guerra con Rusia como un conflicto tan desproporcionado que le parecía increíble que un país tan pequeño como Georgia pudiera subsistir con un gigante armado como vecino.
Aquella conversación puso fin a las rutas caucásicas. El día anterior había decidido iniciar ya el retorno hacia mi base en Poti. Me estaba saturando del sabor de la cerveza local, de las exploraciones por valles sin salida y de abrir brecha en solitario por bosques y puertos de montaña por donde posiblemente nunca había transitado una motocicleta. Mis planes de viaje se habían ido cumpliendo casi en su totalidad, emoción y riesgo no habían faltado ningún día, pero si hubiese contado con el apoyo de un compañero habría podido llegar más lejos en los glaciares y en los pasos más difíciles. Comprendí que las rutas previstas más arriesgadas iban a tener siempre ese componente de frustración de "habría podido continuar si..." y que, para seguir en ese plan, ya había tenido suficiente. Podía haber empleado cuatro días más en visitar Shatili y Omalo, pero pensé que sería una repetición de lo ya visto y me faltó motivación para continuar. Creo que también me afectó pensar en el pesado viaje de retorno en coche y más concretamente en el periplo turco con sus exigentes agentes aduaneros y mastodónticos atascos. Como quiera que fuese, aquel día me propuse pernoctar por segunda vez en Gori, variando el recorrido de vuelta en la medida de lo posible para no aburrirme, tarea difícil teniendo en cuenta las limitaciones de la orografía y las fronteras.
En verde la ruta del día 6, y en magenta, las variaciones del 7.
El descenso hacia el centro del país pasaba obligatoriamente por la ya conocida Georgian Military Highway.
Esta vez me detuve en lo más alto del puerto de Jvari para echarle un vistazo a estas tumbas,
que resultaron ser de los prisioneros de guerra que construyeron buena parte de la infraestructura.
También le eché una ojeada de cerca a los túneles,
imponentes por fuera, tenebrosos por dentro.
Dan miedo. Salí al exterior y la visión del verde y la cerveza me subieron la moral.
Siguió un descenso larguísmo hasta Ananuri, donde me planteé improvisar una ruta que me permitiera evitar el vado de Bantsurtkari, pues difícilmente superaría el escalón cuesta arriba. Probé caminos y senderos de todo tipo,
Esta vez me detuve en lo más alto del puerto de Jvari para echarle un vistazo a estas tumbas,
que resultaron ser de los prisioneros de guerra que construyeron buena parte de la infraestructura.
También le eché una ojeada de cerca a los túneles,
imponentes por fuera, tenebrosos por dentro.
Dan miedo. Salí al exterior y la visión del verde y la cerveza me subieron la moral.
Siguió un descenso larguísmo hasta Ananuri, donde me planteé improvisar una ruta que me permitiera evitar el vado de Bantsurtkari, pues difícilmente superaría el escalón cuesta arriba. Probé caminos y senderos de todo tipo,
sin grandes rampas pero siempre embarrados. Este río de barro me cerró el paso definitivamente.
Di vueltas por prados y bosques en el entorno de Pkhundavi pero fui incapaz de abrirme paso hacia Mgliani.
No quedaba más remedio que bajar otra vez hasta las orillas del río Aragvi
y, a través de caminos más accesibles,
retomar la ruta asfática hasta Dusheti. Cerca de esa ciudad, en una fuente junto a la carretera, conocí a un tal Omari, quien me avisó de andarme con ojo si pasaba cerca de los campamentos de refugiados de los osetios en las proximidades de Gori. Lo que sucedió fue que, kilómetros más tarde, después de pasar Iltoza y buscando un sitio para cruzar el río Ksani, justo cuando iba a bastante velocidad, un nutrido grupo de policías me cortó el paso en plena carretera a unos escasos metros del puente: Conflict area. No trespassing. Según mi mapa, la frontera con Osetia del Sur estaba unos 10 kilómetros más al norte todavía, pero los límites debían haber cambiado o bien se trataba de un error cartográfico. Los agentes me rodearon para examinar de cerca la moto y tras las explicaciones pertinentes todo quedó aclarado. Sus instrucciones eran claras: tenía que volver atrás y salir haciendo un caballito. Increíble.
Poco después me encontré a un veterano motard,
,
intentando arrancar de manera poco ortodoxa su vieja Dnepr. ¡Vaya escándalo cuando lo consiguió!
El resto de la ruta fue fácil. Volví al lago Nadarbazevi, y una vez allí busqué parte de la ruta que había dejado pendiente el día anterior. El camino estaba sepultado por campos de cereales, pero a lo lejos vi que un Lada 124 circulaba a todo gas siguiendo un camino entre los trigales, así que fui tras él.
Eran unos chavales haciendo el cafre con el coche, y al final el camino no tenía salida, pero como las colinas permitían circular campo a través, acabé empalmando con el track que llevaba en el gps y, en un ambiente crepuscular de sombras muy alargadas, hallé el camino correcto hasta Gori, donde finalizaría la séptima jornada.
La guinda la puso la cena en el Orbi's Restaurant, donde un DJ amenizaba la cena alternando música de Julio Iglesias con techno pop. Luego llegó una cantante de refuerzo para subir de intensidad el ambiente a base de karaoke a un volumen demencial. Su interpretación en lengua vernácula de los éxitos de Ricchi e Poveri a toda mecha me dejó patidifuso y fue la señal definitiva de que no había nada más que esperar de aquel día.
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