"LAPONIA" 2018
Comenzaba el curso escolar y simultáneamente se disparaba la urgencia de evasión hacia territorios más tranquilos y sosegados. No podría concebirse pues región más adecuada para la escapada que la silenciosa y casi inhabitada Laponia española. Años después volvía a rodar por los solitarios caminos del norte turolense. Cerca de Maicas, me reencontré con el antiguo sendero.
Comenzaba el curso escolar y simultáneamente se disparaba la urgencia de evasión hacia territorios más tranquilos y sosegados. No podría concebirse pues región más adecuada para la escapada que la silenciosa y casi inhabitada Laponia española. Años después volvía a rodar por los solitarios caminos del norte turolense. Cerca de Maicas, me reencontré con el antiguo sendero.
Pocas cosas habían cambiado por allí. Si acaso, el número de casas ocres mimetizadas con el paisaje iba en aumento, como si el cerro se fuera apropiando inexorablemente del pueblo.
A pesar de que no había vuelto por la zona desde 2013 tampoco me acomodé repitiendo rutas del pasado. Siempre había deseado visitar Huesa y su castillo de modo que hacia allí me encaminé sabiendo que la orografía me permitiría avanzar con facilidad siguiendo el curso de algunos barranquillos.
Las altas hierbas y lo poco hoyado del camino me hicieron dudar varias veces, pero no tardé tanto el alcanzar mi objetivo.
Desde el inmejorable otero del castillo vislumbré un nuevo sendero que debía conducirme hasta Anadón, esta vez cuesta arriba la mayor parte del tiempo. Reconozco que la Suzuki me pesó más de lo esperado en el ascenso y que me flaquearon las fuerzas a la hora de superar algunos resbaladizos escalones. Con alivio culminé el rocoso collado y me apresté al descenso por la soleada vertiente sur.
"Con suerte la senda transcurriría en lo sucesivo por suaves relieves a través de campos de cultivo y podría recuperarme de los esfuerzos", pensaba yo fantasiosamente mientras buscaba la salida hacia una pista cercana.
Como suele suceder, la cosa no mejoró necesariamente y lo que me encontré fue el áspero y siempre desolado relieve típico de las sierras de Oriche y Cucalón.
Trampeé y sudé por entre senderos en desuso y finalmente llegué a Anadón, donde puse final al todo terreno por aquel día, no exhausto pero sí plenamente satisfecho en mi búsqueda de desconexión por la muy agreste y prácticamente inanimada Serranía Celtibérica.
DICIEMBRE 2018
Concluí el año motociclista en los límites de la Laponia española, al sur de Zaragoza, entre persistentes nieblas y temperaturas rayanas en los cero grados. No eran precisamente mis circunstancias ambientales preferidas, pero la decisión ya estaba tomada.
El plan consistía en explorar Al-Gairén una vez más y perfeccionar la Ruta 1000 añadiendo nuevos senderos que amenicen el recorrido. Lo cierto es que algo se consiguió, pero desgraciadamente no vi mucho de la sierra a consecuencia de la limitadísima visibilidad.
Fuera como fuese, aun sin apenas discernir a donde me encaminaba, me abrí paso por suaves colinas intentando conformar una ruta coherente.
Sucedió que fui a dar con los escasoso muros del convento de San Cristóbal que todavía resisten enhiestos sobre una loma.
Las ruinas amenazan con desplomarse en cualquier momento y mucho han aguantado desde que el monasterio fue abandonado. Solo la fuente cercana que mana incansablemente durante todo el año otorga algo de vida al lugar.
Consumí más tiempo del previsto recorriendo el asolado edificio y no me quedó más que el tiempo justo de dirigirme hacia las inmediaciones de la inacabada presa sobre el río Grío para inspeccionar los trabajos, dar una vuelta rápida por los contornos, y regresar a mi base justo antes de perder definitivamente la sensibilidad en los dedos. Vaya frío pasé.
DICIEMBRE 2018
Concluí el año motociclista en los límites de la Laponia española, al sur de Zaragoza, entre persistentes nieblas y temperaturas rayanas en los cero grados. No eran precisamente mis circunstancias ambientales preferidas, pero la decisión ya estaba tomada.
El plan consistía en explorar Al-Gairén una vez más y perfeccionar la Ruta 1000 añadiendo nuevos senderos que amenicen el recorrido. Lo cierto es que algo se consiguió, pero desgraciadamente no vi mucho de la sierra a consecuencia de la limitadísima visibilidad.
Fuera como fuese, aun sin apenas discernir a donde me encaminaba, me abrí paso por suaves colinas intentando conformar una ruta coherente.
Sucedió que fui a dar con los escasoso muros del convento de San Cristóbal que todavía resisten enhiestos sobre una loma.
Las ruinas amenazan con desplomarse en cualquier momento y mucho han aguantado desde que el monasterio fue abandonado. Solo la fuente cercana que mana incansablemente durante todo el año otorga algo de vida al lugar.
Consumí más tiempo del previsto recorriendo el asolado edificio y no me quedó más que el tiempo justo de dirigirme hacia las inmediaciones de la inacabada presa sobre el río Grío para inspeccionar los trabajos, dar una vuelta rápida por los contornos, y regresar a mi base justo antes de perder definitivamente la sensibilidad en los dedos. Vaya frío pasé.
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