Como otros veranos, visité a Deivid en Carrosa y salimos juntos a dar
una vuelta por su zona de influencia, o sea, el norte y centro del Llapars Sujà. La fórmula elegida esta vez fue acercarnos al dolmen de
la Mansión Encantada por la mañana, enlazar por carretera hasta Perm, y
desde allí aventurarnos con la deseada ruta de las Crestas a lo largo de
toda la tarde.
Como
estaba anunciado, tuvimos unas primeras horas de la mañana algo grises.
Tanto que tras el primer kilómetro de excursión tuvimos que parar a
refurgiarnos en una providencial parada de autobús para guarecernos del
tormentón que se nos venía encima. Un cuarto de hora después lucía un
sol radiante y poco después ya rodábamos sobre la meseta donde está
emplazado el dolmen.
El trazado '2015 nos ahorró un trecho por el bosque, es cierto, aún así
la ruta suponía un constante esfuerzo por buscar la traza correcta en un
entorno nada transitado y con unas pocas balizas para guiarnos entre el
follaje.
Inevitablemente, acabamos enredados en el bosque abriéndonos paso malamente a través de la espesura. No tardamos en llegar a la sección de zetas incesantes, entre las que destaca este ángulo de derechas que siempre nos obliga a maniobrar con cuidado.
Más y más zetas hasta alcanzar el valle de Kadolla, punto donde yo tomé
el liderato por un breve espacio de tiempo, exactamente unos pocos
minutos hasta que me caí en una húmeda rampa empedrada. Está visto que
no se me da nada bien ir en cabeza. Deivid me superó limpiamente y
después bajó para ayudarme a levantar la moto, algo que sucedió muchas
veces a lo largo del día.
Poco
después nos detuvimos en Jaens para hidratarnos y refugiarnos de la
lluvia que empezaba a caer. Truenos amenazadores no presagiaban nada
bueno, de modo que aprovechamos la pausa para beber todo lo que
pudimos, interaccionar con la fauna local y dialogar con un lugareño
sobre las diferentes rutas de las cercanías.
La
tormenta acabó disipándose y el cielo se fue despejando, el tiempo se
aliaba con nosotros. En estos primeros kilómetros habíamos sudado de lo
lindo: por el trazado, la temperatura, la humedad y los resbalones.
Recuerdo que en la bajada del dolmen a veces las ruedas eran auténticos
donuts de chocolate, y rodamos sobre terreno húmedo permanentemente. Si a
eso le sumamos nuestro bajo estado de forma física fruto del inicio o
fin de temporada (depende de cada caso), podemos concluir que
disfrutamos de una primera parte de la excursión bastante intensa para
ser sólo el warm up.
Para salir de Perm hacia la sierra probamos un par de senderos inéditos.
Resultaron ser más bien empinados, circunstancia que ya nos puso en guardia para lo que nos esperaba.
El
track oficial nos conducía hasta Purg, pero sabíamos que allí nos
aguardaba un sendero dudoso y exigente, y como no íbamos sobrados de
forma física, optamos por circunvalar la zona conflictiva por pistas.
Otra opción habría sido atajar por Santa Engracia, pero tampoco
queríamos gastar energías en un sendero ya conocido de sobras. Nos
ceñiríamos al objetivo: alcanzar las crestas y tirar dirección noroeste
mientras fuera posible.
Las
lluvias generosas de este verano propiciaron que nos encontráramos
inicialmente con magníficas praderas en las cimas más altas.
El panorama de los Pirineos, fabuloso, especialmente con aquel cielo cargado de nubes.
Hasta el Puig de Ayverás circulamos cómodamente por pistas, todo sea dicho. El trabajo serio comenzaba exactamente allí.
Yo me perdí nada más comenzar el primer sendero. Deivid se percató de
que no le seguía y volvió a por mí, con el resultado de que nos
encontramos cara a cara en plena cornisa de conglomerado. Como consecuencia, Deivid tuvo que hacer un cambio de sentido en un lugar bastante incómodo. ¡Comenzábamos bien!
Mi
compañero tomó siempre la iniciativa en aquel primer trecho de 10
kilómetros entre crestas, cornisas y senderos erosionados. Yo me limité a
seguir su estela y a "rapelar" por las zonas más escarpadas mientras él navegaba en busca de las escasas balizas
que marcaban la ruta.
Hubo
algún tramo expuesto, pero en general pudimos avanzar de manera
constante, alternando secciones de conglomerado donde apenas se veía
traza alguna con otras de senda más marcada.
En cualquier caso, era necesaria mucha atención para no despeñarse y guiarse al mismo tiempo.
El estrés y el cansancio iban pasándonos factura y suerte teníamos de
toparnos de vez en cuando con algún tramo breve de pradera donde
dejarnos llevar y relajarnos por un instante.
Fuimos regulando los esfuerzos, especialmente yo,
que de vez en cuando solicitaba una pausa para bajar las pulsaciones: de
emociones íbamos bastante bien por aquellos parajes aéreos de
conglomerados, crestas, prados y cingleres.
Recuerdo especialmente el trayecto que discurría justo por debajo de una imponente torre de alta tensión.
Y a continuación, más crestas, por supuesto.
Recuperados del exceso, nos dirigimos hacia las cimas de la sierra de Sant Vergàs, allá a lo lejos.
Unos kilómetros antes, las mismas cimas estaban a la derecha (Roca de Sant Vergàs) e izquierda (Pala del Lleter) de Deivid:
El terreno, lejos de mejorar, continuaba exigiéndonos más y más. Subir
por el collado que antecede a la Roca de Sant Vergàs nos llevó un
tiempo, primero porque no había sendero (hubo que improvisar por la
loma) y segundo porque Deivid tuvo que bajar a desencallarme.
El descenso no fue menos dificultoso. La senda
estaba difuminda entre pedregales, Deivid se cayó, y yo me quedé
atascado entre arbustos y piedras húmedas. En vez de bajar, a mi amigo
esta vez le tocó subir para sacarme del atolladero. Le debo unos cuantos
favores sólo de este día.
La bajada fue cada vez más favorable y cuando vimos Fadons a nuestro
alcance ya empezamos a relajarnos y a disfrutar un poco más de lo que
estábamos haciendo.
En
Fadons bebimos lo que no está escrito, para recuperar lo que habíamos
sudado y para preparar lo que nos quedaba por delante, otros 10
kilómetros de sendas incesantes, aunque de otro estilo muy diferente,
sólo que eso no lo sabíamos.
Desde Fadons aún subiríamos hasta los 1500 m, bajaríamos a 900 y
volveríamos a subir a 1500, todo ello por sendero a lo largo de 10
kilómetros. La fase de las crestas quedó atrás, ahora nos aguardaban
sendas sucias, estrechas y tortuosas por interminables laderas boscosas.
La salida de la aldea, entre bonitos prados, fue más bien engañosa.
Inmediatamente siguió un sendero recto entre ribazos y ya empezamos a ascender. Adiós a la buena vida, nos esperaba una paliza de padre y muy señor mío.
Las sendas a menudo estaban muy poco marcadas y en cada cruce surgía la
duda de qué rumbo tomar. Además el suelo del bosque estaba húmedo a
causa de las tormentas recientes y los patinazos fueron habituales. Yo
especialmente experimenté las debilidades del nuevo Bridgestone X40,
concebido para terreno duro.
El
agotamiento y los resbalones me hicieron perder confianza, y le pedí a
Deivid que me subiera la moto en un par de ocasiones. Sé que le supuso
un esfuerzo extra, pero creo que fue la decisión correcta para no perder
tiempo. El sol se pondría pronto y había que regular esfuerzos y
minutos para poder salir los dos de allí.
Sabíamos
que debíamos alcanzar un barranco marcado con una calavera en el GPS,
punto crítico sobre el que estábamos debidamente asesorados, pero nunca
llegábamos. Menos mal que todavía manteníamos el buen humor, porque las cosas se iban a poner más tensas.
El trayecto por el bosque se eternizaba a lo largo de pasos estrechos, zetas en bajada y cornisas deslizantes. Al menos, como la vuelta atrás ya era imposible, no nos planteábamos la siempre cómoda posibilidad de rajarnos y volver a Fadons. Para bien o para mal, exhaustos y saturados del camino, aquello era ya imparable.
Finalmente llegamos al barranco, y tenía un aspecto ciertamente amenazador: un tubo de rocas húmedas y pendiente acusada que nos conduciría al punto más bajo de este largo tramo. Veníamos cansados y con la incertidumbre de si saldríamos de allí antes del anochecer, y la visión de aquel barranco abrupto y descarnado nos tocó la moral.
-Deivid, hay que extremar las precauciones. Resbala mucho, ándate con ojo. Vamos escasos de fuerzas y aquí no podemos fallar.
Pues nada, a los pocos segundos de decirle esto, mi compañero ya estaba por los suelos.
"Vaya
tío más irresponsable", pensé yo. Luego bajé yo por el mismo sitio,
descabalgado, patiné y se me escapó la moto, en marcha y sin piloto,
unos cuantos metros cuesta abajo hasta que impactó con un pedrusco y se
detuvo. Deivid, que estava ya en las profundidades de la torrentera, ni
se enteró. La próxima vez me aplicaré mejor mis consejos antes de
censurar a los demás.
Estos incidentes pusieron de manifiesto que
andábamos peor de lo que creíamos. A aquellas alturas ni pensábamos ni
actuábamos correctamente y las motos se nos iban de las manos,
literalmente. Fueron cerca de 400 metros de barranco mentalmente
extenuante, y en algún punto las motos hubo que bajarlas a mano entre
los dos.
En
fin, que el barranco de la Malomera marcó un punto clave en la ruta, el
del agobio y la urgencia por salir de una vez de aquella trampa.
Una
vez encontramos la senda de escape sólo quedaba subir y subir, pero
previamente Deivid me aupó la moto hasta una zona con buen agarre,
porque yo no me vi capaz de hacerlo, así de justo iba. Después, 4
kilómetros de senda en penumbra para superar 500 metros de desnivel, un
20 %, sobre terreno apenas marcado, muy rocoso y rebozado a menudo con
una fina capa de tierra deslizante.
Yo
me harté de dar acelerones y empujones sobre el suelo húmedo; en cuanto
perdía la inercia mi rueda no agarraba nada. Deivid empezó a quejarse
de que su embrague desfallecía. Los electroventiladores no paraban desde
hacía horas. Infinidad de zetas cuesta arriba; una tuvimos que
superarla echando mano de una correa para tirar fuerte y sacar las motos
a trancas y barrancas. Cada esfuerzo nos costaba un mundo y ya casi ni
hablábamos. La noche caía y en los cruces apenas discerníamos la
continuación. Yo veía la salida cada vez más cerca en el gps, pero
siempre quedaba otra cuesta resbaladiza que superar, y las fuerzas
menguaban por segundos. Recuerdo encarar las últimas zetas con mucha
fuerza e incluso violencia, derrochando las energías postreras casi con
locura y machacando el embrague con saña, pues sabía que si perdía
agarre en la curva me atascaría seguro sobre el barrillo. Finalmente se
hizo totalmente de noche, pero teníamos la salida a nuestro alcance; lo
habíamos conseguido justo a tiempo. Los últimos metros de la senda
fueron casi llanos y por fortuna estaban balizados con estacas, así que
pudimos guiarnos por el páramo y salir a una pista desde donde vimos las
luces de las aldeas allá abajo en el valle. No brindamos porque
habíamos consumido toda el agua hacía mucho tiempo, íbamos resecos, pero
la ocasión bien se merecía un brindis, salimos de milagro.
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