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lunes, 23 de mayo de 2011

TRANSPORTUGAL MARZO 2011. DÍA 4

DÍA 4. ALANDROAL-MOURAO-MOURA-OURIQUE-ODEMIRA. 240 KMS
En Alandroal dormí en una pastelería-residencial, una curiosa combinación hostelera. El dueño además me dejó aparcar la moto en un patio anexo al hostal, e incluso me ayudó con las maniobras, ya que las alforjas chocaban contra las paredes de la entrada y la cosa se complicó más de la cuenta. A la mañana siguiente vi con claridad cómo era el párking:


Dormir en Alandroal me había supuesto desviarme un poco de la ruta, así que lo primero que hice aquella mañana fue volver sobre mis pasos y retroceder hasta Terena y Capelins, donde retomé el track. Por buenas pistas



llegué al convento da Orada,



y poco después, siguiendo una antigua calzada,




me planté en Monsaraz, otro pueblo monumental con castillo. Por desgracia, no había tiempo que perder visitando la población, sólo me permití una pausa para otear el paisaje y hacerme una idea de lo que me quedaba por delante:




Una vez superado Mourao, volvimos a la rutinaria circulación entre fincas privadas




y espectaculares dehesas.



A la altura de un pueblo llamado Granja empecé a circular por fincas más angostas, sobre caminos menos claros, entre viñas y olivares:



Fue aquí donde me abordo un paisano:

-Pasa por aquí. Tens una porta fechada.
-Porta fechada? ¿Pero es posible continuar?
-Mellor por aquí. Pero después tens una porta de ferro fechada y no hay chave.
-Pero quiero seguir este camino.
-Umm. Entra por aquí. Grans rodas de trator. Tu moto pode pasar. Primera veis que vens?
-Sí, voy al sur.
-Bom viage.

Total, que el hombre me animó a meterme por el olivar, explicándome que para evitar el portón cerrado podía avanzar a traves del huerto siguiendo unas profundas rodadas de tractor. Las roderas primero iban en la dirección correcta, luego se desviaron, y a continuación aparecieron decenas de rodadas alternativas, era como si el tractorista hubiese hecho slalom bajo el efecto de un alucinógeno. Gracias al GPS puede enderezar el rumbo e intuir la salida de la finca, y al cabo de un buen rato, escapar del laberinto olivarero.

La jornada no iba mal del todo, con un sol espléndido y la ayuda de aquel lugareño íbamos saliendo adelante.

Poco después de superar Amaraleja la pista se convirtió en carretera, pero sólo durante unos 3 kilómetros. La carretera descendía poco a poco hacia una depresión y de repente volvió a convertirse en pista otra vez. Enseguida obtuve la explicación:



un bonito vado sobre el río Ardila me esperaba.


Sería por la estación o por las últimas lluvias, el caso es que el Ardila venía muy lleno, y tal vez aquel vado fuera posible en época de estiaje, pero aquel día de marzo no parecía el más indicado para cruzarlo. Me pateé el río en varias direcciones, y ví que podía vadearlo yendo de isla a isla, pero al final siempre quedaba un trozo profundo hasta alcanzar la otra orilla que frustraba la operación. En estos casos, esta es aproximadamente la cara que se te queda:


Intuitivamente, ya que no llevaba mapa de la zona (era ese trocito sin importancia que quedaba fuera de la ruta prevista y del cual no me merecía la pena comprar mapa), marché por asfalto con rumbo noroeste, siguiendo de lejos la ribera del río hasta encontrar un puente. De camino reposté en Póvoa de Sao Miguel, y allí me confirmaron que econtraría próximamente un puente y la carretera hasta Moura, donde volví a las pistas,



atravesando, por cierto, un inquietante poblado gitano. Después de esta anecdótica travesía, el trayecto por las pistas volvió a su normalidad de caminos rectos atravesando fincas, algunas de ellas, restringidas:


Prohibiciones de este tipo y barreras cerradas me hicieron perder bastante tiempo cerca de Serpa. Al poco crucé el Guadiana por un buen puente, no como este:



En efecto, una vía férrea me esperaba:



Me costó un poco interpretar la información del GPS pero todo apuntaba a que la ruta iba a ser peculiar, no había duda, nos íbamos de cabeza a la vía.


Circular sobre las traviesas era un tormento. A ambos lados de la vía se intuía un senderillo, pero la maleza, los desprendimientos, la estrechez del terraplén y los restos de la instalación ferroviaria lo convertían en un camino minado de obstáculos.



Sucedió que la alforja derecha chocó con un poste de hierro camuflado tras un arbusto, me desequilibró repentinamente y a punto estuve de precipitarme por el terraplén. Suerte que tengo piernas largas y a que hice pie de puntillas in extremis, de lo contrario no sé qué habría pasado.
Por seguridad, y escarmentado por aquel sobresalto, recorrí sobre las traviesas los pocos centenares de metros que me quedaban hasta coger un desvío a derechas. Siguieron pistas amplias y un sin fin de pueblecitos: Quintos, Salvada, Cabeça Gorda. ¿El terreno? Predecible: pistas rectas entre vallas,




con sus charcos,



y sus zonas inundadas.



Entre Entradas y Castro Verde las planicies se volvieron más agobiantes que nunca. Además, me vi de nuevo pasando por fincas llenas de animales y con sus puertas mejor o peor cerradas, que o bien te hacían parar a abrir y cerrar o bien te obligaban a retroceder.



A partir de Castro Verde opté por circular siguiendo la vía de servicio de la carretera nacional, y así continué hasta pasado Ourique.

El anochecer estaba cerca ya, y yo veía cómo se esfumaba mi deseo de llegar a Sagres y el cabo San Vicente aquel día. El océano todavía quedaba lejos y yo me estaba quedando sin horas de luz. El final de la cuarta jornada suponía también el principio del retorno, así que no tenía por delante más objetivo que cubrir el mayor número de kilómetros hasta que acabara harto de moto aquel día. Llegaríamos lo más al sur posible, ya veríamos hasta donde y, después, pensaríamos en volver a casa.

Cerca del pantano de Monte Rocha abandoné la vía de servicio y me interné por parajes cada vez más sombríos,




sombríos por la abundante vegetación y por la escasez de luz. Pasado Garvao hice mi último intento serio de seguir el track. Esta valla, un poco pesada, me detuvo inicialmente,



pero saqué fuerzas de flaqueza y proseguí la marcha por caminuchos cada vez más divertidos, hasta que una barrera y la noche me convencieron de que era hora de buscar el asfalto y buscar posada. El destino me condujo a Odemira, ciudad oscura, industrial y algo desolada. Al día siguiente comenzaríamos el retorno.

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